El voto que no debería emitirse


Foto David Isaksson

CRONICA.¿Qué derecho moral tengo yo, que llevo 50 años viviendo en Suecia, a votar en las elecciones de Bolivia? ¿Cómo puedo, sin sufrir la inflación, la inseguridad, la corrupción o el estado de la sanidad en Bolivia, tener la conciencia tranquila al influir en el resultado de las elecciones? se pregunta Carlos Decker-Molina.

Esto es una crónica. Las opiniones expresadas son las del autor.

Vivo en Suecia desde hace casi cinco décadas. Mi vida cotidiana, mis impuestos, mis derechos y mis deberes están atados a este país escandinavo que me recibió cuando la dictadura militar boliviana me obligó al exilio. Aquí envejecí, aquí nacieron mis nietos y aquí construí un presente con raíces nuevas, aunque nunca dejé de mirar, con afecto y con crítica, a la Bolivia lejana.

Sin embargo, el próximo 18 de agosto, la ley boliviana me autoriza —como a muchos otros bolivianos en el exterior— a votar por presidente, vicepresidente y parlamentarios. Y aquí surge una paradoja ética que me incomoda hasta el tuétano: ¿con qué derecho moral puedo participar en la elección del destino político de un país en el que no vivo desde hace 50 años?

La Constitución me reconoce como ciudadano. Sigo siendo boliviano, con pasaporte y cédula archivadas en algún cajón. Y según la ley, la ciudadanía no se pierde por el hecho de vivir en otro país. El vínculo jurídico permanece. El Estado boliviano, como muchos otros, entiende que sus ciudadanos emigrados tienen derecho a seguir votando, como expresión de una identidad que trasciende fronteras.

Pero la ciudadanía no es sólo un papel, ni un código numérico en el padrón electoral. Es, o debería ser, una práctica activa, un compromiso con la vida común. Votar no es solo una prerrogativa legal; es una responsabilidad cívica que presupone conocimiento del contexto, consecuencias vividas, inserción real en la sociedad que será transformada por el voto.

¿Cómo puedo alterar la correlación de fuerzas políticas en Bolivia —favoreciendo o perjudicando a un candidato o a una fuerza política— cuando no sufro la inflación, no camino por sus calles, no dependo de sus hospitales, no padezco la corrupción, ni enfrento la inseguridad, ni temo al retorno del autoritarismo? ¿Con qué autoridad moral puedo decidir sobre el futuro de millones de personas con las que ya no comparto la cotidianeidad?

Algunos dirán que la patria no se abandona nunca. Que los lazos simbólicos son suficientes para justificar el voto. Que el exilio, voluntario o forzado, no debería significar renuncia al derecho político. Todo eso puede ser cierto. Pero también es cierto que los lazos simbólicos no deben convertirse en imposiciones materiales sobre quienes sí viven y respiran el presente del país.

Es fácil emitir un voto desde el extranjero. Lo difícil es asumir sus consecuencias. Y yo no tendré que hacerlo. No estaré en El Alto si se incendia el país. No tendré que hacer fila en un hospital público. No veré mis impuestos convertidos en contratos turbios ni en obras fantasmas. Por eso, votar desde fuera puede ser legal, pero no siempre es legítimo.

La paradoja se profundiza este año, cuando Bolivia conmemora 200 años de su independencia, en medio de una nueva confusión de identidades. Ya no somos, al menos en el papel, la ”República de Bolivia”, sino el Estado Plurinacional de Bolivia, un proyecto que reformuló la noción de ciudadanía, incorporando pueblos indígenas, derechos colectivos y memorias largamente silenciadas.

Entonces, ¿qué celebramos exactamente este 6 de agosto? ¿La continuidad de un Estado que ya cambió su forma? ¿La independencia de un país cuyos ciudadanos más críticos —como yo— decidieron, por distintas razones, vivir fuera?

Tal vez, como ocurre con la ciudadanía, el Bicentenario no debería ser un festejo automático, sino una invitación a pensar. La ciudadanía es más que el derecho al voto: es el deber de participar activamente en una comunidad política. Y si ya no formamos parte de esa comunidad —por distancia, por desarraigo o por desinterés práctico— tal vez deberíamos tener la dignidad de reconocerlo.

En un mundo donde todo derecho se ejerce como si fuera obligación, renunciar a votar puede parecer escandaloso. Pero a veces, la abstención voluntaria no es indiferencia, sino una forma de respeto. No votar puede ser un acto moral: un reconocimiento de los propios límites, una muestra de humildad democrática.

Yo no votaré el 18 de agosto. No por apatía. No por desencanto. No por falta de cariño a Bolivia. No votaré porque no quiero ser cómplice de una decisión política cuyas consecuencias no asumiré en carne propia. Porque sé que el voto es un poder. Y usar ese poder desde la distancia, sin sufrir sus efectos, me parece una forma de abuso.

El voto, como la ciudadanía, no debe ser solo legal. Debe ser, ante todo, ético. Y en nombre de esa ética, prefiero el silencio a la intervención. Porque a veces, no votar también es una forma de compromiso con la democracia.

Carlos Decker-Molina
Escritor y periodista

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