Edward Hopper sin duda se adelantó a este tiempo de una pandemia que convoca a la soledad que en los 50-60 era la soledad de las grandes ciudades, escribe Carlos Decker-Molina.
Hoy salió el sol, hizo un poco más de 10 grados en Estocolmo. Vino mi hija a visitarnos, trabaja en el hospital Karolino y, por lo tanto, es exigente con la “distancia social”. Ella sentada en una silla a más de dos metros de la mía y haciendo un triángulo mi mujer, sentada en la ventana del cuarto de trabajo. Pensando en abrazarnos, sólo pensando.
Aquí es el principio de la primavera y allá es el reverso que se llama otoño. En ambos lugares estamos a punto de pasar el mismo umbral, quedaremos solos y distanciados
Cuando mi hija se fue y volví a mi escritorio, vino como un relámpago el recuerdo de un cuadro (terminó siendo un poster muy popular en los 50-60) del estadounidense Edward Hopper que tituló: Sunlight in the cafeteria.
Probablemente mi generación no recuerda a Hopper por el cuadro que vino a mi mente sino por el más divulgado y con muchas réplicas que se llama Nigthawks. Creo que en español lo bautizaron como Noctámbulos.
Se trata de una cafetería de paso, casi un quiosco, donde está una mujer pelirroja con vestido rojo, cerca a ella un hombre ensimismado en sus pensamientos, frente a ellos otro hombre absorto y el barman o el barista abstraído en su trabajo. Lo reconocerán cuando les diga que la mujer – en la replica del austriaco Gottfried Helnweiz – es Marilyn Monroe, a su lado está Humphrey Bogard, el solitario es James Dean y el barista es Elvis Presley.
Hoppers pintaba la soledad de gran urbe, en sus cuadros siempre hay dos o más, pero son seres solitarios. Sin duda el más emblemático de esas soledades pintadas por Hopper es el que vino a mi memoria, Sunligth in the cafetería. Hay otro más donde está una pareja, el marido lee el diario y ella intenta tocar un piano, más bien acaricia una tecla como la metáfora de “no saber qué hacer”.
Edward Hopper sin duda se adelantó a este tiempo de una pandemia que convoca a la soledad que en los 50-60 era la soledad de las grandes ciudades.
Recuerdo a un amigo camarógrafo de Salta que se vino de vuelta de Buenos Aires y justificó su retorno con “me volví changuito porque comencé a hablar conmigo mismo, aquí no estás nunca solo”.
Hopper convirtió todos sus cuadros en posters porque además de pintor fue un excelente gráfico, incluso hoy se pueden comprar online.
Su influencia en el cine de los 50 es definitiva. Los cafés-bares de las películas de entonces son réplicas de los cuadros de Hopper, su selló llegó incluso a Pulp Fictiony a la serie Twin Peaks. Aparecen los camareros con calatravas, cafetera en mano alertas para el refillde la taza de café humeante y en el platillo la tarta de frambuesas para el deleite del sargento Cooper.
Cuando comenté en el desayuno de hoy sobre la soledad de los cuadros de Hopper, mi mujer recordó que Roy Andersson, sueco y director de cine tiene más de una película con esos “cuadros de incomunicación” o de soledad muy de la sociedad sueca de antes, por lo que – aquí en Suecia – será fácil volver a la soledad como modo de vida.
Personalmente no le tengo miedo a la soledad, es parte de nosotros. Convoca algarabía como el recuerdo de los cuadros de Hopper, induce a la creatividad como escribir este texto, pero, también gotea la tristeza como agua de una lluvia empapada de timidez.
En los cuadros de Hopper la soledad no se expresa por la ausencia de personas sino por esos silencios que parecen invadir los espacios de sus cuadros. Puede ser la soledad de a dos, o de a cuatro, cuando la comunicación de la pareja o de la familia ha hecho una pausa.
Escarbando en el gran templo del olvido recuerdo vagamente una vieja película francesa de 1971 titulada Le Chat (El gato) con la genialidad interpretativa de Simone Signoret y Jean Gabin. Una pareja de viejos que no se habla, cuando tenía que decir algo él escribía unos papelitos que le tiraban a la pasada. O los mensajes indirectos que los pasaba hablando con el gato. Lo acariciaba al animal que le respondía con ronroneos, le daba todo su cariño, por eso, su mujer odiaba al animal. Como telón de fondo de la soledad estaba la incertidumbre, pues el edificio en el que vivían iban a derruirlo para construir un complejo moderno de oficinas. ¿Dónde irían a vivir juntos y sin hablarse?
¡Qué hora más frágil la que vivimos! Está en plena destrucción el edificio en el que siempre vivimos, no sabemos cómo será construido el otro en el que continuaran su vida hijos, nietos y bisnietos.
La pandemia nos ha colocado en el umbral del tiempo. Estamos parados frente a un espejo que nos multiplica, pero, en realidad estamos solos frente a nosotros mismos.
Carlos Decker-Molina